Kant y la Paz en Tierra Santa: Razón, Deber y Derecho en el Conflicto Palestino-Israelí
Desde las ruinas de Gaza hasta las colinas de Jerusalén, el siglo XXI parece recordarnos que la paz no es un punto de llegada, sino una ilusión que se desvanece en cuanto los hombres olvidan la razón.
Introducción: La Razón Sitiada
Cada guerra promete ser la última, y cada tregua parece un preludio de la siguiente. Entre el miedo y la fe, entre la memoria y el territorio, el conflicto palestino-israelí se ha convertido en el espejo de nuestras contradicciones: un espacio donde la política, la religión y el derecho internacional conviven sin reconciliarse.
En 1795, un filósofo de Königsberg escribió un breve tratado titulado Hacia la paz perpetua. Immanuel Kant creía que la humanidad podría trascender la guerra si lograba fundar su convivencia en principios racionales y universales. Más de dos siglos después, el eco de esa idea resuena como una advertencia. Porque el mundo que Kant imaginó —un orden guiado por la moral, el derecho y la razón— se enfrenta hoy a su límite más doloroso: la imposibilidad de la paz en una tierra que la religión llama santa y la política trata como campo de batalla.
Este ensayo no busca tomar partido. Busca entender. Analizaremos el conflicto palestino-israelí a la luz del pensamiento de Kant: su visión de la guerra, del derecho, y del deber moral que une —o debería unir— a los pueblos. ¿Puede la razón imponerse sobre el miedo? ¿Puede la ética sobrevivir en la arena del poder?
La Promesa de la Paz Perpetua: El Marco Kantiano
En la segunda mitad del siglo XVIII, Europa aún respiraba pólvora. En medio de ese paisaje, un profesor solitario de Königsberg reflexionaba sobre cómo los hombres podían llegar a vivir en paz. No una paz temporal, de tratados y armisticios, sino una paz verdadera: racional, duradera, perpetua.
Immanuel Kant creía que la paz no era el estado natural de la humanidad. Al contrario: era una conquista moral, el resultado de someter los impulsos de poder al imperio de la razón. En su ensayo Hacia la paz perpetua, Kant no se dirige a los príncipes ni a los generales. Se dirige a la humanidad como especie racional. Afirma que la guerra no desaparecerá por cansancio o compasión, sino por la instauración de un orden jurídico universal basado en tres pilares, que él llama “Artículos Definitivos”:
Constitución Republicana: Los Estados deben ser repúblicas, gobernadas por leyes y no por voluntades personales. Solo un pueblo libre, decía, puede decidir racionalmente no ir a la guerra.
Federación de Estados Libres: Las naciones deben formar una federación, una alianza que no sea un imperio, sino un pacto de respeto mutuo entre iguales. Esa idea, adelantada en más de un siglo, sería el germen filosófico de lo que después llamaríamos Naciones Unidas.
Derecho Cosmopolita: Cada ser humano, en tanto ciudadano del mundo, posee derechos universales que ningún Estado puede violar. Es el origen moral del concepto moderno de derechos humanos.
Pero lo que hace que Kant siga siendo tan vigente —y tan incómodo— es su afirmación de que la moral debe prevalecer sobre la política. Como escribe en el Apéndice I de la obra, titulado “Sobre la discordancia entre la moral y la política con respecto a la paz perpetua”:
La política debe inclinarse ante la moral, aunque no pueda caminar sin ella.
Para Kant, un gobernante que actúa según el cálculo del poder, sin someterse a un principio moral universal, perpetúa la barbarie bajo el disfraz del orden. Por eso Hacia la paz perpetua no es un tratado utópico, sino una advertencia. Una llamada a la responsabilidad ética de los Estados. Kant sabía que la historia humana está llena de guerras inevitables, pero también afirmaba que la guerra, por sí misma, no resuelve nada: solo revela la incapacidad moral de las naciones para vivir bajo leyes comunes.
En ese sentido, su pensamiento fue radical. Rechazó la idea de que la guerra sea un instrumento legítimo de la política —algo que Tucídides o Maquiavelo aceptarían como natural. Para Kant, recurrir a la guerra es siempre un fracaso de la razón, una regresión a lo instintivo. En sus páginas encontramos el germen de la diplomacia moderna, del derecho internacional y del ideal europeo de cooperación. Pero también fue consciente de la dificultad del proyecto. En su Metafísica de las costumbres (1797), escribe con una mezcla de esperanza y lucidez:
Si la justicia desaparece, ya no tiene valor que vivan hombres sobre la tierra.
Esa frase resuena hoy, más de dos siglos después, como una advertencia dirigida a nosotros. Kant no ignoraba la naturaleza humana, ni creía que la razón bastara para contener el miedo o el odio. Su apuesta era más ambiciosa: transformar la política en una extensión de la moral, y no al revés. Hoy, cuando observamos el conflicto palestino-israelí, vemos justamente lo contrario: una política que se ha emancipado de toda moral, una diplomacia sin principios, un derecho internacional que ha perdido autoridad ante la fuerza. Kant nos diría que no estamos ante una crisis de seguridad, sino ante una crisis de razón. Y tal vez esa sea la lección más incómoda de todas: que la paz, para ser perpetua, debe comenzar en la conciencia moral de cada pueblo —y de cada líder. No hay tratado, ni muro, ni alianza que pueda sustituir ese deber.
Un Espejo Filosófico: El Conflicto a la Luz de Kant
Cuando Kant escribe Hacia la paz perpetua, no lo hace pensando en un mundo perfecto. Lo hace pensando en uno imperfecto que debe aprender a gobernarse con racionalidad moral. Para él, la guerra es una señal de que los hombres y los Estados aún no han alcanzado la mayoría de edad moral. Es decir, que siguen guiándose por la pasión, el miedo y el interés —no por la razón.
Si trasladamos esa mirada al conflicto palestino-israelí, el diagnóstico kantiano es implacable. No estamos ante un enfrentamiento religioso, ni siquiera puramente territorial. Estamos ante la persistencia de un estado de naturaleza entre dos pueblos que no reconocen una ley común. En el lenguaje de Kant, eso significa vivir fuera del contrato jurídico universal. En ese espacio —donde no hay autoridad compartida ni moral común—, la guerra se convierte en la forma habitual de relación.
La República Defensiva y su Contradicción
Israel nació en 1948, tras la aprobación de la Resolución 181 de la ONU que proponía la partición del Mandato Británico de Palestina. Su memoria colectiva está atravesada por el trauma: el Holocausto, las guerras con sus vecinos árabes, el aislamiento diplomático. Desde Kant, podríamos decir que su política exterior se rige por una razón práctica defensiva, donde la seguridad se convierte en el fin supremo. Pero Kant advierte: cuando la seguridad se convierte en obsesión, la libertad moral se erosiona. En el esfuerzo por garantizar su existencia, Israel ha desarrollado un sistema político y militar que, paradójicamente, amenaza el ideal kantiano de la república racional. La ocupación de Cisjordania y Gaza desde la Guerra de los Seis Días en 1967, la construcción de más de 140 asentamientos en Cisjordania que hoy albergan a más de 700.000 colonos —actos condenados por la Resolución 2334 del Consejo de Seguridad de la ONU en 2016— y los castigos colectivos como el bloqueo de Gaza, documentados por organizaciones como Human Rights Watch y B’Tselem, revelan una contradicción práctica: la de una república fundada sobre el derecho, que acaba erosionando ese mismo principio en nombre de su defensa.
La Justicia sin Soberanía
En el otro lado, Palestina encarna la situación opuesta: un pueblo que reivindica justicia, pero carece de soberanía. Kant escribe que la libertad política solo existe dentro de una estructura jurídica reconocida. Un pueblo sin Estado no tiene, en su terminología, personalidad jurídica internacional plena. La tragedia palestina, para Kant, no sería solo política, sino metafísica: un pueblo que existe moralmente, pero que no puede existir jurídicamente. La Nakba de 1948, que supuso el desplazamiento de más de 750.000 palestinos, y la situación de los 5.9 millones de refugiados registrados hoy por la UNRWA, son el testimonio de esta existencia precaria. Sin embargo, Kant también advierte que ningún Estado puede negar el derecho de otro pueblo a buscar su libertad. La resistencia —en su forma ética, no violenta— es para él una expresión legítima de la dignidad moral. Pero cuando la violencia sustituye a la razón, como en los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, el deber moral se transforma en revancha, y la justicia se disuelve en resentimiento. En ese punto, ambos bandos —el fuerte y el débil— se igualan en la negación de la razón.
El Fracaso del Cosmopolitismo
Finalmente, la comunidad internacional. En el ideal kantiano, los pueblos libres deberían unirse en una federación que impida la guerra. En la práctica, esa federación existe: la llamamos Naciones Unidas. Pero para Kant, la ONU actual no cumpliría los requisitos de la federación moral de los pueblos. Porque allí donde el derecho se subordina al veto, la ley deja de ser universal. En Hacia la paz perpetua, Kant escribe:
El derecho de los hombres debe ser considerado sagrado, por grande que sea el sacrificio que cueste al poder dominante.
Esa frase, dirigida a los reyes europeos de su tiempo, podría leerse hoy en cualquier resolución del Consejo de Seguridad que nunca se aplica. La comunidad internacional, desde una mirada kantiana, ha abdicado de su deber moral. No porque carezca de medios, sino porque ha dejado de creer en la fuerza normativa de la razón.
El Ideal Frente a la Realidad: Kant y el Realismo del Siglo XXI
Cuando Kant escribió Hacia la paz perpetua, soñó con un orden internacional basado en la razón. Dos siglos después, el mundo parece haber preferido el camino opuesto: la política de la fuerza, la diplomacia del miedo, el cálculo de los intereses. El pensamiento realista —desde Hobbes hasta teóricos contemporáneos como John Mearsheimer— parte de una premisa distinta: los Estados no son comunidades morales, sino actores que compiten por poder en un sistema anárquico. Para el realismo, la guerra no es una anomalía, sino una herramienta. Sin embargo, como señala el filósofo político Michael Walzer en su obra clásica Guerras Justas e Injustas (1979), incluso el realismo más crudo reconoce ciertos límites. La diferencia es que el realismo ya no cree en la voluntad de los Estados de autoimponerse esos límites. La considera una excepción, no una regla.
En ese sentido, el mundo actual es profundamente hobbesiano. Los Estados buscan seguridad, no justicia. Forman alianzas no por principios, sino por conveniencia. Las instituciones multilaterales —ONU, Consejo de Seguridad, Corte Internacional de Justicia— se invocan como símbolos, pero se obedecen como sugerencias. Desde la mirada kantiana, esto equivale a una regresión moral: una vuelta al estado de naturaleza, pero con misiles de precisión.
En Gaza, esa contradicción se vuelve visible. La comunidad internacional condena la violencia, pero la tolera; proclama derechos universales, pero los aplica con geometría variable. Kant habría visto en este doble lenguaje la derrota del proyecto ilustrado: la sustitución de la razón práctica por la retórica pragmática. Lo más inquietante, sin embargo, no es la violencia en sí, sino su justificación moral. Vivimos en una época en la que el poder busca legitimarse mediante el lenguaje de la ética. Es lo que Kant llamaría un uso instrumental de la razón: cuando la moral deja de guiar la acción y se convierte en su coartada. En otras palabras: no es que el mundo haya perdido la razón, sino que la utiliza para justificar lo irracional.
Kant imaginó una federación de pueblos libres que resolviera sus conflictos mediante el derecho. La ONU fue, en parte, ese intento. Pero también es su fracaso parcial. Porque mientras el sistema internacional siga dominado por el veto, por los intereses cruzados de las grandes potencias, el ideal kantiano seguirá siendo un horizonte más que una realidad. Aun así, Kant no habría renunciado a él. Para él, la paz perpetua no era un estado histórico que pudiera alcanzarse, sino una obligación moral hacia la que los pueblos deben orientarse. La moral, en Kant, nunca promete resultados: exige coherencia. Por eso, su pensamiento sigue siendo profundamente contemporáneo. Porque no ofrece consuelo, sino responsabilidad.
Al releer el conflicto palestino-israelí desde Kant, comprendemos que el problema no es la ausencia de acuerdos, sino la ausencia de convicción moral. Ningún tratado puede sustituir a la voluntad ética de respetar al otro como un fin y no como un medio. Esa es, al final, la piedra angular del pensamiento kantiano, expresada en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785):
Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio.
En esa frase se resume toda la tragedia del presente: en Gaza, en Jerusalén, en cualquier frontera donde el otro deja de ser persona y se convierte en obstáculo. Si Kant viviera hoy, quizá no reconocería el mundo que ayudó a imaginar. Pero su voz seguiría siendo necesaria. Porque mientras haya un solo lugar donde la moral se subordine al poder, la paz seguirá siendo una tarea pendiente. No un sueño ingenuo, sino una deuda racional.
Conclusión: El Deber de la Razón
Cuando Kant hablaba de la “paz perpetua”, no describía una utopía futura. Describía un deber presente. La paz, para él, no era un estado político, sino una exigencia moral. No dependía de tratados, ni de fronteras, ni de ejércitos. Dependía de la capacidad humana de anteponer el deber a la conveniencia, la razón al miedo, la dignidad al poder.
Si miramos hoy Gaza, Jerusalén, Ramala o Tel Aviv, vemos el fracaso de esa promesa. Vemos cómo la razón se vuelve rehén del cálculo, cómo la moral se convierte en instrumento, y cómo el dolor del otro deja de interpelar. Pero Kant no habría perdido la esperanza. Porque para él, el deber moral no se mide por sus resultados, sino por la voluntad de perseverar incluso cuando el mundo parece negarlo. En su Crítica de la razón práctica (1788), escribió:
El deber es el nombre que damos al respeto que debemos a la ley moral.
Y quizás ese sea el último refugio de la razón en tiempos de ruido y fuego: recordar que la justicia no se negocia, que la dignidad no se mide, y que la paz no se conquista… se construye, paso a paso, en la conciencia de cada ser humano. Gaza no es solo un lugar en guerra. Es el recordatorio de lo que ocurre cuando los pueblos olvidan que su libertad depende del respeto al otro. Kant nos enseñó que el camino hacia la paz no empieza en los tratados, sino en el pensamiento; no en la diplomacia, sino en la moral.
Por eso, más que nunca, releerlo no es un ejercicio filosófico: es una forma de resistencia intelectual ante el cinismo. Porque mientras la razón exista, siempre habrá esperanza. Y quizás ese sea el legado de Kant para nuestro tiempo: que el deber moral —aunque silencioso— sigue siendo la única fuerza capaz de desafiar al poder.



