Siria, un año después de Assad
De comandante yihadista a presidente aceptado en Occidente: la nueva apuesta de la geopolítica por la estabilidad
El 8 de diciembre de 2024, Bashar al-Assad abandonó Damasco rumbo a Rusia en un avión presidencial que simbolizaba algo más que una huida: marcaba el final de 54 años de poder familiar. El régimen que se había presentado durante décadas como un pilar de estabilidad en Oriente Medio se derrumbó en diez días, empujado por una ofensiva relámpago de Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), heredera de la rama siria de Al-Qaeda en Siria.
Doce meses después, el país que deja Assad atrás es irreconocible. El hombre que llenó el vacío de poder, Ahmed al-Sharaa —conocido durante años como Abu Mohammed al-Jolani—, ha pasado de figurar en listas de organizaciones terroristas a ejercer la presidencia, intervenir en la Asamblea General de Naciones Unidas y ser recibido oficialmente en la Casa Blanca.
La pregunta ya no es solo qué ha cambiado en Siria. Es qué nos dice esta transición sobre las prioridades de las potencias que han decidido tratar con Sharaa, aceptando que la estabilidad, a veces, pasa por sentarse frente a un interlocutor con un pasado difícil de encajar en los discursos oficiales.
Diez días para cerrar medio siglo
El derrumbe del régimen Assad se explica menos por esos diez días de ofensiva que por los trece años que los preceden.
Desde 2011, Siria se vio atrapada en una guerra civil que convirtió un Estado autoritario pero centralizado en un campo de batalla fragmentado. El régimen respondió a las protestas iniciales con una represión sistemática, que desembocó en un conflicto con centenares de miles de muertos, millones de desplazados y la destrucción de buena parte de la infraestructura del país.
Con el respaldo militar de Irán, Hezbollah y, a partir de 2015, de Rusia, Bashar al-Assad logró preservar el control de la capital, de la franja costera y de las principales estructuras del Estado. Durante años, la idea dominante en muchas capitales fue que el régimen, pese al desgaste, había ganado la guerra de facto.
Pero la victoria tenía un precio: una economía colapsada, una legitimidad interna apoyada más en el miedo que en el consenso y unos aliados cada vez menos dispuestos a sostener indefinidamente un esfuerzo militar costoso sobre un suelo tan devastado.
En ese contexto, la ofensiva lanzada por HTS a finales de noviembre de 2024 encontró un régimen mucho más frágil de lo que sugerían los mapas. En menos de dos semanas, Alepo, Hama y Homs quedaron fuera de su control efectivo. Damasco, aislada de la costa, vio desplomarse la moral de tropas cansadas y mal abastecidas.
La madrugada del 8 de diciembre, la salida de Assad hacia Rusia confirmó lo que muchos intuían: el régimen ya no era capaz de defender la capital sin arriesgarse a un baño de sangre que podría arrastrar a sus propios aliados externos. Lo que vino después fue un reacomodo acelerado: retirada apresurada de cuadros iraníes y de Hezbollah, repliegue ruso y una intensificación inmediata de los bombardeos israelíes sobre territorio sirio para impedir que el vacío fuera ocupado por nuevas estructuras vinculadas a Teherán. Ese cambio de equilibrio regional lo analizamos en detalle en Del 7-O a Doha: cómo la guerra de Gaza se convirtió en una guerra regional.”
El espacio que se abrió entonces era, a la vez, peligroso y excepcionalmente fértil para quien estuviera en condiciones de imponer orden rápido. Ese actor fue HTS. Y al frente de ese actor, Ahmed al-Sharaa.
El “paradigma Jolani”: del jihadismo a la presidencia
La trayectoria de Al-Sharaa es bien conocida por quienes han seguido la guerra siria de cerca. Nacido en 1982, se incorporó a Al-Qaeda en Iraq en los años posteriores a la invasión estadounidense, fue detenido por fuerzas norteamericanas y, tras su liberación, regresó a Siria en 2011 con un pequeño grupo de combatientes y respaldo financiero desde Iraq. Con ellos fundó el Frente al-Nusra, rama siria de Al-Qaeda.
Durante años, Al-Nusra fue uno de los actores más eficaces —y más temidos— del campo anti-régimen. La ruptura con el Estado Islámico derivó en una reconfiguración organizativa: en 2017 nació Hay’at Tahrir al-Sham, con un discurso que intentaba presentarse como más “localista”, centrado en Siria y en la lucha contra Assad. Washington, sin embargo, siguió viendo en HTS una continuidad del proyecto jihadista y lo mantuvo en su lista de organizaciones terroristas.
La metamorfosis que ha llevado a Sharaa al palacio presidencial tiene varias fases reconocibles.
La primera es cosmética pero significativa. A partir de cierto momento, “Abu Mohammed al-Jolani” —el nombre de guerra asociado al comandante jihadista— va dejando espacio al nombre civil, Ahmed al-Sharaa. Los vídeos de un líder barbudo, en uniforme de combate, dan paso a entrevistas en traje, en decorados que evocan a un presidente más que a un jefe de milicia.
La segunda es discursiva. Sharaa empieza a insistir en su condición de nacionalista sirio, no de revolucionario global, y a presentar su prioridad como la reconstrucción del Estado y la seguridad interna frente a amenazas como el Estado Islámico. Las referencias a una agenda jihadista transnacional se diluyen en favor de un lenguaje más cercano al de la gobernanza y la estabilidad.
La tercera es institucional. Tras la caída de Assad, Sharaa se proclama presidente interino y consolida su poder sobre el aparato de seguridad y sobre las zonas conquistadas. A finales de enero de 2025, su posición se formaliza. En septiembre interviene ante la Asamblea General de la ONU; en noviembre cruza el umbral de la Casa Blanca como jefe de Estado sirio. Pocos meses antes, Estados Unidos y el Reino Unido han retirado a HTS de sus listas de organizaciones terroristas.
Este giro no ha borrado su historial ni el de la organización que dirige. Pero sí ha proporcionado a Washington y a otras capitales un marco narrativo útil: el de un actor que habría “evolucionado” desde el jihadismo hacia una forma de pragmatismo nacionalista, con el que es posible negociar en nombre de la estabilidad y de la lucha contra amenazas comunes.
La pregunta es cuánto de esa evolución es sustancia y cuánto es adaptación táctica a una ventana de oportunidad única.
Lo que ha cambiado —y lo que no— para los sirios
Medido desde la calle, el balance del último año es mucho menos nítido.
La apertura de prisiones y centros de detención del antiguo régimen ha traído a la superficie material de enorme impacto. Decenas de miles de fotografías tomadas por el propio aparato de seguridad documentan la tortura sistemática, la inanición y la muerte de detenidos bajo custodia estatal. Para muchas familias, esas imágenes han confirmado por fin la suerte de desaparecidos cuyos nombres llevaban años circulando en listas informales. Para otras, han sido el inicio de una búsqueda aún más angustiosa.
La presión para articular algún tipo de mecanismo de justicia es fuerte. Pero el gobierno de Sharaa se mueve con cautela. Anuncia comisiones de investigación y sugiere un marco de justicia transicional, sin concretar plazos ni instrumentos. Los argumentos son previsibles: hay que evitar una “caza de brujas” que desestabilice un país ya frágil, dicen algunos; otros temen que la falta de rendición de cuentas consolide, en la práctica, una amnistía de facto para crímenes masivos.
En paralelo, la violencia sectaria no ha desaparecido. El derrumbe de un régimen percibido como fuertemente apoyado en redes alauitas y en determinados sectores minoritarios ha alimentado temores de represalias. En el último año se han documentado ataques contra comunidades alauitas y cristianas, así como incidentes en zonas mixtas donde la frontera entre ajuste de cuentas, criminalidad y disputa política es difícil de trazar.
Sharaa ha intentado proyectar un mensaje de contención, subrayando que no se tolerarán persecuciones colectivas por motivos sectarios. Pero la capacidad de control de la nueva autoridad sobre todos los grupos armados sigue siendo desigual. La Siria de hoy está lejos de ser un espacio plenamente pacificado.
En el plano económico, el escenario es igual de complejo. El país arrastra una década larga de destrucción física y colapso macroeconómico. La reconstrucción requiere capital, tecnología y tiempo. El nuevo gobierno ha señalado prioridades —energía, agua, transporte, servicios urbanos—, pero choca con una realidad incómoda: instituciones debilitadas, redes de corrupción que han sobrevivido al cambio de régimen y una inseguridad jurídica que invita a la cautela.
Para la mayoría de los sirios, el primer año sin Assad se ha traducido menos en un salto hacia un nuevo horizonte que en una forma distinta de gestionar la precariedad: menos bombardeos en algunas zonas, algo más de movilidad interna, pero salarios insuficientes, servicios erráticos y un futuro que muchos siguen imaginando fuera del país.
Una Siria clave en el juego regional
Lo que ocurre dentro de Siria no puede separarse de lo que se juega alrededor.
Para Israel, la caída de Assad ha sido tanto una oportunidad como una fuente de incertidumbre. La desarticulación parcial del eje Teherán-Damasco-Hezbollah abre una ventana para limitar el flujo de armas y la presencia de milicias hostiles cerca de su frontera. Pero la emergencia de un nuevo liderazgo sirio con pasado jihadista obliga a mantener un grado de vigilancia y de presión constantes. El aumento de ataques aéreos en territorio sirio desde diciembre de 2024 responde a esa lógica de “prevención activa”.
Turquía, por su parte, ha consolidado su condición de actor indispensable. Controla o influye sobre amplias zonas del norte sirio, gestiona millones de refugiados y se ha posicionado como intermediario inevitable en cualquier arreglo territorial que afecte a las milicias kurdas. Su relación con el gobierno de Sharaa es pragmática: cooperación en seguridad allí donde sus intereses se alinean, tensión donde chocan.
Estados Unidos mantiene una presencia militar limitada pero significativa en el este del país y ha optado por una política de compromisos cruzados: diálogo directo con Damasco en materia antiterrorista, apoyo a fuerzas locales kurdas en determinadas áreas y contención simultánea de la influencia iraní y de las aspiraciones rusas. La retirada de HTS de la lista de organizaciones terroristas debe leerse en ese marco: no como un gesto de absolución, sino como un movimiento para desbloquear canales de cooperación con el gobierno de facto.
Irán y Rusia son, por ahora, los grandes perdedores estratégicos. Teherán ha visto erosionado un vector esencial de su proyección hacia el Mediterráneo, y Moscú ha comprobado los límites de su capacidad para sostener a largo plazo a un aliado impopular sin un proyecto político viable. Ninguno ha desaparecido de la ecuación, pero su margen de maniobra en Siria se ha reducido.
Mientras tanto, varias capitales árabes exploran discretamente vías de acercamiento. La reconstrucción ofrece perspectivas económicas; la posibilidad de un Estado sirio mínimamente funcional, aunque no plenamente democrático, es preferible para muchos gobiernos de la región a la continuidad de un conflicto crónico que alimenta flujos migratorios y extremismos.
Realpolitik y líneas rojas elásticas
Siria, un año después de Assad, se ha convertido en un laboratorio incómodo de las tensiones entre principios y cálculos de poder.
Para una parte de las opiniones públicas occidentales y de las organizaciones de derechos humanos, la legitimación de Ahmed al-Sharaa es un ejemplo extremo de elasticidad normativa: un antiguo líder jihadista, al frente de una organización con un historial oscuro, convertido en socio preferente en nombre de la estabilidad. El argumento de fondo es que la comunidad internacional parece dispuesta a normalizar casi cualquier interlocutor si ofrece control territorial y cooperación en la lucha contra amenazas consideradas prioritarias.
Desde la perspectiva de muchos gobiernos, sin embargo, el cuadro se ve distinto. La alternativa a Sharaa no sería una transición democrática ordenada, sino la fragmentación del Estado, la reaparición de formas más extremas de violencia y un incremento del riesgo para sus propios intereses de seguridad. En ese marco, la interacción con Damasco no se presenta como una apuesta entusiasta, sino como el “mal gestionable” frente a escenarios mucho peores.
Ambas miradas captan algo importante. Lo que está en juego en Siria no es solo el futuro de un país devastado, sino también el tipo de precedentes que las potencias están dispuestas a establecer. Si la primacía de la estabilidad a corto plazo se convierte en la norma, ¿qué incentivos se envían a otros actores armados en contextos similares? ¿Hasta qué punto se refuerza la idea de que la vía más rápida hacia la respetabilidad internacional pasa por ganar una guerra, no por construir legitimidad interna?
Un año después de la caída de Assad, el balance en Siria sigue abierto. El régimen anterior ha desaparecido, pero sus crímenes apenas empiezan a documentarse. Hay un nuevo liderazgo, pero su base de legitimidad social es frágil y su pasado genera desconfianza. Se han abierto espacios para la reconstrucción, pero las condiciones de vida de la mayoría de la población continúan siendo precarias.
Siria ha cambiado de rostro, pero no ha resuelto aún su ecuación de fondo: cómo articular un Estado que no dependa exclusivamente de arreglos de seguridad y de pactos entre élites, sino que construya una mínima base de inclusión y de justicia. Lo que las potencias decidan hacer —y dejar de hacer— en los próximos años en relación con Damasco contribuirá a inclinar la balanza hacia una normalización autoritaria, una nueva espiral de conflicto o, en el mejor de los casos, una transición lenta y parcial, pero real.
La caída de Assad cerró un capítulo. El desenlace del capítulo que se ha abierto con Ahmed al-Sharaa está todavía por escribirse. Y no lo harán solo los sirios.




